Mientras se duchaba volvió a acordarse de que no se había acordado,
una vez más, de buscar el significado de la palabra “guayoyo”. La había leído
en un cuento en el que el protagonista la leía en una novela y tampoco sabía lo
que significaba. Se dijo que la buscaría en cuanto saliera de la ducha.
Cuando salió de la ducha su hijo reclamaba no sé qué de unos
calcetines y ella, mojada aún, tuvo que acudir en su ayuda, después se vistió a
toda prisa y acompañó a su hijo al colegio.
En el metro, camino al trabajo, se acordó de que tenía que hacer la
transferencia para pagar las extraescolares, de que su marido, una vez más, no
había reparado la puerta del baño y de que no quedaban calabacines.
No se acordó de que a los veinticinco años llegaba a levantarse de la
cama para consultar una duda en sus libros de gramática o para buscar cómo se
escribía correctamente una palabra rusa en la que había pensado, de repente,
antes de dormirse.
Se acordó de que no debía comer chocolate porque sus mulos estaban
adquiriendo proporciones dantescas.
No se acordó de las noches en las que una buena novela la tenía en
vela hasta que sonaba el despertador y de que leer un libro a la semana era
insuficiente.
Se acordó de que su jefe le pediría aquello que tenía que haber hecho
y de que no lo había hecho y de que no le importaba lo más mínimo no haberlo
hecho.
No se acordó de que una vez había trabajado en algo que sí le
importaba hacer.
Se acordó de que la semana siguiente tenía dentista.
No se acordó de que llevaba meses sin recibir un beso apasionado, sin
escribir un relato apasionado, sin sentir una antipatía apasionada.
Se acordó de su madre. Se acordó de su abuela. Se acordó de su tía.
No se acordó de que había jurado con todas sus fuerzas no parecerse
jamás a ellas.
Se acordó de tomarse los ansiolíticos.
No se acordó de por qué se los tomaba ni de cuando no se los tenía que
tomar.
Al final del día, exhausta, se metió en la cama. En
su mesilla de noche estaba el teléfono. No había libros.
Un segundo antes de dormirse volvió
a acordarse de que no se había acordado, una vez más, de buscar el significado
de la palabra “guayoyo”. La había leído en un cuento en el que el protagonista
la leía en una novela y tampoco sabía lo que significaba. Se dijo que la
buscaría en cuanto se levantara a la mañana siguiente.
Mientras se duchaba volvió a acordarse de que no se había acordado,
una vez más, de buscar el significado de la palabra “guayoyo”. La había leído
en un cuento en el que el protagonista la leía en una novela y tampoco sabía lo
que significaba. Se dijo que la buscaría en cuanto saliera de la ducha.
Cuando salió de la ducha su hijo reclamaba no sé qué de unos
calcetines y ella, mojada aún, tuvo que acudir en su ayuda, después se vistió a
toda prisa y acompañó a su hijo al colegio.
En el metro, camino al trabajo, se acordó de que tenía que hacer la
transferencia para pagar las extraescolares, de que su marido, una vez más, no
había reparado la puerta del baño y de que no quedaban calabacines.
No se acordó de que a los veinticinco años llegaba a levantarse de la
cama para consultar una duda en sus libros de gramática o para buscar cómo se
escribía correctamente una palabra rusa en la que había pensado, de repente,
antes de dormirse.
Se acordó de que no debía comer chocolate porque sus mulos estaban
adquiriendo proporciones dantescas.
No se acordó de las noches en las que una buena novela la tenía en
vela hasta que sonaba el despertador y de que leer un libro a la semana era
insuficiente.
Se acordó de que su jefe le pediría aquello que tenía que haber hecho
y de que no lo había hecho y de que no le importaba lo más mínimo no haberlo
hecho.
No se acordó de que una vez había trabajado en algo que sí le
importaba hacer.
Se acordó de que la semana siguiente tenía dentista.
No se acordó de que llevaba meses sin recibir un beso apasionado, sin
escribir un relato apasionado, sin sentir una antipatía apasionada.
Se acordó de su madre. Se acordó de su abuela. Se acordó de su tía.
No se acordó de que había jurado con todas sus fuerzas no parecerse
jamás a ellas.
Se acordó de tomarse los ansiolíticos.
No se acordó de por qué se los tomaba ni de cuando no se los tenía que
tomar.
Al final del día, exhausta, se metió en la cama. En
su mesilla de noche estaba el teléfono. No había libros.
Un segundo antes de dormirse volvió
a acordarse de que no se había acordado, una vez más, de buscar el significado
de la palabra “guayoyo”. La había leído en un cuento en el que el protagonista
la leía en una novela y tampoco sabía lo que significaba. Se dijo que la
buscaría en cuanto se levantara a la mañana siguiente.