miércoles, 16 de octubre de 2013

Conclusiones tras casi perder a un hijo

Para los que no sepan nada empezaré diciendo que mi hijo está vivo y recuperándose. No os preocupéis.
Seguiré diciendo que he dudado mucho sobre si debía escribir o no esto, pero, al final, los que escribimos tenemos que escribir. No hay más remedio.
Hace cosa de un mes mi hijo cumplió 8 años y un par de días después, tras la comida, dijo que se encontraba mal y se metió en la cama. Tenía un poco de fiebre y se quejaba de dolor de cabeza. Cuando llegué de trabajar mi madre me preguntó si deberíamos llevarlo al médico, pero yo, como de costumbre, le dije que no exagerara y que los niños muchas veces se ponían malos. Por la noche el niño vomitó y yo lo tomé como una confirmación de que era algo sin importancia, algo que le había sentado mal.
A la mañana siguiente me levanté a las 6 para ir a trabajar y me acerqué a ver cómo estaba el niño. Me dijo que se encontraba mejor pero yo reparé en que tenía un extraño sarpullido por todo el cuerpo, y digo extraño porque había algo que no me encajaba, ya que eran manchas pero la piel no cambiaba su textura, era como si fueran profundas, como si estuvieran por debajo de la piel.
Sin embargo no le di mayor importancia y, tras asegurarle a mi madre que iríamos al médico a mi vuelta, me marché a trabajar.
Pero ese duendecillo que tenemos todos en el cerebro, el bibliotecario del inconsciente, como me gusta llamarlo, no me dejaba en paz. Algo me decía que el resultado de la suma "fiebre+manchas en la piel" era algo poco recomendable, pero no lograba concretar mis temores.
Al llegar a la oficina y encender el ordenador hice algo que los médicos odian que hagamos (y en el 99,9 % de los casos, con razón): busqué en Internet. Y me encontré esta página, que creo importante compartir:


Cuando leí lo que allí ponía, lo de la prueba del vaso, llamé a mi madre y la insté a que la realizara. Así lo hizo y me dijo lo que yo estaba temiendo: las manchas no desaparecían.
El pánico se apoderó de mí, me eché a llorar y les dije a mis padres que cogiesen al niño y lo llevasen inmediatamente al hospital (por suerte tenemos uno magnífico de la SS muy cerca).
Mi madre no dudó un instante, sabe lo poco aprensiva que soy y entendió al momento, a pesar de que yo no se lo dije, que debía de ser algo muy grave para que yo me pusiera así.
A los 15 minutos mi madre me llamó: el niño ya estaba ingresado y yo debía acudir cuanto antes.
Una compañera y amiga, a la que estaré siempre agradecida, me llevó hasta el hospital. Durante el trayecto intenté mantenerme serena pero no dejaba de llorar. Nunca en toda mi vida he llorado tanto como aquel día.
Cuando llegué una doctora nos metió a mí y a mi familia (mis padres y hermanos estaban allí) en un despacho, había muchas personas en él, todo su equipo, supongo. Una de las cosas que más me asustaron (mi hermano mayor me cuenta que también fue su impresión) fue el hecho de que nadie me sostenía la mirada, como si no pudiesen resistirlo. La doctora me dijo que el niño estaba muy grave, que había llegado casi sin tensión arterial y que con ese cuadro ellos se planteaban los objetivos a muy corto plazo, entonces me dijo unas palabras que no olvidaré jamás: "mi objetivo para hoy es mantener al niño".
No me atreví a preguntar si el niño se iba a morir, no podía asumir la respuesta, aunque, por alguna extraña razón, desde un primer momento dí por sentado que así sería. No podía dejar de llorar y de pensar "esto les pasa a personas que son como yo, ¿por qué no iba a pasarme a mí?" Al pensar en la muerte de mi hijo tuve la absoluta certeza de que mi vida acabaría con la de él, sé que hay personas que superan la muerte de un hijo, pero yo no soy ese tipo de persona. Supe que todo se desmoronaría en ese momento sin remedio.
Me dejaron entrar a ver a mi hijo. Estaba inconsciente y lleno de tubos, yo le tomé la mano y me quedé mirando aquellos 22 kilos que concentraban todo mi sentido en este mundo y sentí algo que nunca hubiera pensado que sentiría en un momento así: orfandad. Tuve ganas de decirle que no me dejara sola, que tenía miedo. "Qué ingenuos somos", me dije, "nos creemos que cuidamos de nuestros hijos cuando en realidad son ellos quienes cuidan de nosotros".
Así pasaron varias horas y todo tipo de sentimientos me invadieron: es curioso porque ni la pena ni la rabia estuvieron nunca entre ellos. Lo predominante fue una serena resignación, mezclada con una desagradable sensación de que yo me lo había buscado por haber sido tan estúpida durante tanto tiempo. Y es que toda mi vida he estado cometiendo el más terrible de los crímenes: ser infeliz sin motivo. En ese momento, frente a la vida de mi hijo que pendía de un hilo, lo entendí.
Poco a poco, el pequeño cuerpo de mi hijo fue ganando la batalla y me dijeron que habían conseguido estabilizarle. Según iban pasando las horas los médicos iban descartando daños. 
El niño ahora está bien y en casa. Pronto volverá al colegio.
Todo está volviendo a la normalidad y lo sucedido parece un mal sueño. El famoso Dr. House dijo una vez una gran frase: "Morir lo cambia todo, casi morir no cambia nada".
En su momento pensé que era cierto, pero ahora no me gustaría que fuese así. No me gustaría que la casi muerte de mi hijo no cambiara nada en nuestras vidas, pero parece que así va a ser.
Por suerte o por desgracia, el cerebro humano no escarmienta, parece ser, y, poco a poco, me encuentro a veces de mal humor por tonterías (cosa que me juré que no volvería a suceder) y sigo en la misma inercia que me impide hacer un cambio realmente positivo en mi vida que me saque de un lugar y una situación a los que, claramente, no pertenezco.
La única diferencia es que el bibliotecario de mi inconsciente no deja de decirme "¿Así es cómo aprovechas esta segunda oportunidad?"
Y yo, está demostrado, siempre acabo por hacerle caso.