sábado, 21 de noviembre de 2009

Tengo miedo


Cuando era pequeña la vida era más fácil. Tenía miedo a la oscuridad y a las pelis de miedo, que para eso estaban. Un día crecí, fue exactamente el 12 de octubre de 2005, y dejé de tener miedo a esas cosas. Ahora tener miedo es más complicado.
Tengo miedo a los centros comerciales, tengo miedo a la gran oferta que me agrede desde los escaparates. Tengo miedo al aborregamiento imperante.
Tengo miedo a las demás mujeres. Tengo miedo a los hombres. Tengo miedo a los gatos.
Tengo miedo a las luces de Navidad. Tengo miedo a Isabel Preysler. Tengo miedo a los tertulianos de Antena 3.
Tengo miedo a tener deseos. Tengo miedo a no volver a tener deseos. Tengo miedo a vivir. Tengo miedo a no vivir lo suficiente.
Tengo miedo a encontrar trabajo. Tengo miedo a no volver a encontrar trabajo. Tengo miedo a escribir. Tengo miedo a tener un orgasmo.
Tengo miedo a los bolsos de Louis Vouton y a las secretarias analfabetas que emplean su salario de dos meses en comprarse uno. Tengo miedo de que exista gente así.
Tengo miedo a enamorarme. Tengo miedo a no volver a enamorarme.
Tengo miedo a que los hombres me engañen. Tengo miedo a que las personas me mientan. Tengo miedo a disgustarle a alguna gente y a gustarle a otra.
Tengo mucho mucho miedo a Esperanza Aguirre.
Tengo miedo a Ronald McDonald.
Tengo miedo a mi inconformismo. Tengo miedo a mi resignación.
Tengo miedo a tener miedo.
Pero sobre todo tengo miedo a que llegue el día en que deje de tener miedo.

martes, 10 de noviembre de 2009

Esas pequeñas cosas



Me gusta ver cómo los farmacéuticos recortan el cartoncito para la receta. Hay distintos métodos, unos lo hacen con tijera y otros con cúter, pero siempre suena igual. Es un sonido maravilloso el del cartoncito separándose de la caja, es un sonido inmutable, ha sido así desde que recuerdo y siempre me hace sentir cómoda y segura, como en casa.
Me gusta sentir cómo la nieve virgen cruje bajo las botas, cómo se apelmaza y ver la blanca explanada frente a mí.
Me gusta el sonido que hacen los perros al beber y los bebés con chupete.
Me gusta ese momento en el que el cuerpo está ya dormido pero la mente aún no.
Me gusta fregar los platos y planchar viendo una serie de televisión.
Me gusta ver aparcar a Sirioguita, siguiendo siempre el mismo protocolo, su forma de mirar a un lado y a otro mientras gira el volante y, lo mejor, el tirón final del freno de mano. También me gusta verle vestirse, con tanta meticulosidad, calzoncillos, pantalones, camisa, cinturón... y ajustarse la corbata frente al espejo mientras yo lo miro sentada en su sillón-mecedora y me balanceo con la punta del pie.
Me gusta escribir a mano, en mi cuaderno. Me gusta notar cómo se desliza la punta del bolígrafo por el papel.
Me gusta la voz de mi hijo cuando me pregunta "¿a que sí, mami?" y "¿a que no, mami?"
Me gusta el tacto de la carne de mi hermano mayor y el olor del pelo de mi hermano menor, y me gusta dormir en una cama en la que hayan dormido ellos y sentir cómo las toneladas de sueño que han dejado allí me envuelven.
Me gusta estar con la hija de la luuuunaaaa sin hablar y saber que no tenemos que decir nada.
Me gusta oír a mis padres conversar sobre política sin que ellos sepan que los estoy oyendo.
Me gusta la expresión "cuarto y mitad" y cómo la dicen las señoras gordas en la carnicería.
Me gusta pasear oyendo música y observar la cara de la gente.
Me gusta saber que todo lo mejor está por llegar.


lunes, 2 de noviembre de 2009

Jo qué noche...



No, no voy a hablar de esa genial película, película de culto que me hace sentir tan vieja. Con el título digo lo mínimo que puedo decir de la maravillosa noche de Hallowen que pasó la que suscribe. Ríase usted del miedo, amigo mío.
Fui invitada a una fiesta en casa de alguien a quien no conocía personalmente, aunque habíamos intercambiado correos y bloguísticos comentarios de diversa índole.
Como me dijo que podía llevar a quien quisiera, allá que me fui, con más miedo que vergüenza y acompañada de la hija de la luuuunaaaa, vestidas como putones desorejados (aunque oficialmente íbamos de ángel y demonio, que conste).
No negaré que por el camino me asaltaron ciertas dudas, incluso llegué a pensar que cuando llegásemos a la casa podíamos encontrarnos cualquier cosa, desde unos encapuchados dispuestos a sodomizarnos a una reunión de los testigos de jehová, elija usted lo que más le acojone...
La persona en cuestión me sorprendió, me esperaba a alguien con más mala leche, pero era dulce y juguetona. Se le notaba la felicidad, esa felicidad tranquila que no se puede esconder.
En la fiesta constaté que los de mi generación somos los más mejores, las personas más simpáticas e interesantes de la velada eran mis coetáneos.
Pero no voy a hablar de la parte positiva, porque si lo hiciera no sería yo, ni escribiría un blog y porque la parte positiva es un coñazo, vamos a ser sinceros...
Durante la noche perdí la cuenta de las veces que me pregunté a mí misma si a los veintipocos (es decir, hace un par de años) sería yo una persona tan insoportable como los jovenzuelos que por allí pululaban, con un par de honrosas excepciones, eso sí.
Había uno en concreto que cada vez que hablaba subía el pan. Pero como es de bien nacido ser agradecido, yo le agradezco infinitamente todas las veces que me hizo descojonarme en mi interior. Tontunas he oído muchas, se lo puedo asegurar, pero aquella noche me las vi con auténticos profesionales. Estos post-adolescentes nihilistas que ya lo han vivido y lo saben todo me hacen llegar siempre a la misma conclusión: qué malo es el perico, joder, sobre todo para los que luego les tenemos que aguantar la zarpa a los enzarpídem (mola el palabro, ¿eh?)
Como dijo alguien en la fiesta, con gran genialidad "Joder, esto parece Twin Peaks", a lo que un manco con más luces de bohemia que don Ramón María le apuntilló "Sí, pero en la tercera temporada".
Claro que aprendí grandes cosas, como por ejemplo que debo tirarme a una lesbiana (pero no bisexual, lesbiana) por lo menos una vez en mi vida. Además, asistí al recital que nos dio un impúber que llegó acompañado de un hombre pegado a un porro y una niña pequeña.
Vino, creó y se fue.
Y yo acabé la noche con los leggins de ELLA, sentada en su cama y agustísimo.
Si uno que yo me sé nos hubiera visto por un agujerito...