lunes, 14 de julio de 2014

Placeres perversos

No me interesa el fútbol, quien me conozca, aunque sea sólo de cinco minutos, lo sabe. Y, sin embargo, ayer tuve un momento de placer que aún me dura gracias al fútbol. La victoria de Alemania me supo a gloria. O mejor debería decir que la derrota de Argentina me supo a gloria. Porque hubiera apoyado a cualquiera que hubiera estado en el lugar de Alemania. Quería la derrota de Argentina, y me produjo una gran felicidad.
Un gran placer. Un placer perverso y sin embargo, o precisamente por eso, dulce e inmenso.
No me importa admitir que es algo totalmente personal, conozco a un argentino que es un tipo bastante despreciable, de esos que no dudan en usar constantemente el juego sucio y levantar falsos testimonios sobre todo aquél que perciba como un obstáculo a sus chanchullos. Este elemento es un gran aficionado al fútbol y yo sabía que le fastidiaría bastante perder la final. Imaginar su disgusto y el golpe a su vanidad y prepotencia fue lo que me produjo a mí tanto regocijo. Es gracioso porque hace poco tuve la oportunidad de perjudicar seriamente a esa persona y, sin embargo, lo defendí (por cierto, me llamaron tonta por hacerlo, alegando que él en mi lugar no hubiera hecho lo mismo por mí), así que una maldad tan inocente como alegrarme por su derrota deportiva no me hace sentir remordimientos.
Esta mañana, curiosas coincidencias de la vida, he visto en el metro a una tipa que solía amargarme la vida en la adolescencia: me hacía el vacío, se reía de mí, malmetía a los demás en mi contra... Más de una tarde me he quedado en casa llorando gracias a ella. Hacía muchísimos años que no sabía nada de ella y hoy la he visto en el metro, como digo. Estaba muy gorda y muy avejentada mientras que yo, curiosas coincidencias de la vida otra vez, me había arreglado especialmente y lucía, permitidme la inmodestia, esplendorosa. Ella me ha reconocido, me ha mirado de arriba abajo y yo sólo le he dedicado desde las alturas la más magnífica de las sonrisas.
Segunda ronda de placer perverso en unas pocas horas.
Y el resto del viaje me he dedicado a reflexionar y he llegado a la conclusión de que debe de ser esa la causa y no otra de que mis queridos vecinos no dejen de tirar basura a mi patio. Me los imagino allá arriba mientras tiran un bastoncillo de oídos usado pensando en el berrinche que me cogeré yo (una completa desconocida) a la mañana siguiente cuando lo vea, y sintiendo las oleadas de placer perverso recorrer sus cuerpos.
Aunque, bien pensado, eso es atribuirles una inteligencia que, seamos serios, no está en su poder.