No sé
si alguien más se habrá dado cuenta de que la ciudad está llena de cadáveres. Están
por todas partes, sus asesinos los tiran o los dejan caer con desidia en
cualquier sitio: desde las ventanas, en los parques, en las paradas de autobús,
a la entrada del metro… yo los he visto, incluso, en las puertas de los
hospitales y entre los columpios de los niños.
Muchas
veces son desechados aún moribundos y la gente asiste impasible al horrible
espectáculo de verlos agonizar durante minutos, enrareciendo el ambiente con su
aliento fétido y tóxico. Cuando los veo yo, movida por el asco y la piedad,
acabo con su sufrimiento rematándolos con la punta del zapato.
Es grotesco
contemplar cómo se ha normalizado esta dantesca y antihigiénica situación.
Nadie parece verlo, y, aun en el caso de verlo, nadie parece reprobarlo.
Siguen siendo
asesinados y abandonados donde sea por personas que, en muchos casos, son
buenas personas, ciudadanos honestos, gente cívica que nunca tiraría un papel
al suelo o haría nada que pudiera perjudicar a su prójimo. Excepto con ellos. Con
ellos, con los cadáveres, nadie tiene el menor atisbo de compasión, pudor, o
pulcritud.
Los matan
y los tiran. Ni siquiera consideran estar haciendo nada malo.
Los
servicios de limpieza los retiran con regularidad, pero siempre hay. Los
asesinos son tantos y actúan con tanta frecuencia, que el ayuntamiento no da
abasto.
Sólo
una cosa me hace sonreír con maliciosa satisfacción para mis adentros: la
certeza de que los cadáveres inoculan un veneno en su asesino antes de morir.
Al menos
les queda el consuelo de morir matando. Matando lentamente, sí.
Pero
matando.