sábado, 9 de julio de 2016

Un día cualquiera



Mientras se duchaba volvió a acordarse de que no se había acordado, una vez más, de buscar el significado de la palabra “guayoyo”. La había leído en un cuento en el que el protagonista la leía en una novela y tampoco sabía lo que significaba. Se dijo que la buscaría en cuanto saliera de la ducha.
Cuando salió de la ducha su hijo reclamaba no sé qué de unos calcetines y ella, mojada aún, tuvo que acudir en su ayuda, después se vistió a toda prisa y acompañó a su hijo al colegio.
En el metro, camino al trabajo, se acordó de que tenía que hacer la transferencia para pagar las extraescolares, de que su marido, una vez más, no había reparado la puerta del baño y de que no quedaban calabacines.
No se acordó de que a los veinticinco años llegaba a levantarse de la cama para consultar una duda en sus libros de gramática o para buscar cómo se escribía correctamente una palabra rusa en la que había pensado, de repente, antes de dormirse.
Se acordó de que no debía comer chocolate porque sus mulos estaban adquiriendo proporciones dantescas.
No se acordó de las noches en las que una buena novela la tenía en vela hasta que sonaba el despertador y de que leer un libro a la semana era insuficiente.
Se acordó de que su jefe le pediría aquello que tenía que haber hecho y de que no lo había hecho y de que no le importaba lo más mínimo no haberlo hecho.
No se acordó de que una vez había trabajado en algo que sí le importaba hacer.
Se acordó de que la semana siguiente tenía dentista.
No se acordó de que llevaba meses sin recibir un beso apasionado, sin escribir un relato apasionado, sin sentir una antipatía apasionada.
Se acordó de su madre. Se acordó de su abuela. Se acordó de su tía.
No se acordó de que había jurado con todas sus fuerzas no parecerse jamás a ellas.
Se acordó de tomarse los ansiolíticos.
No se acordó de por qué se los tomaba ni de cuando no se los tenía que tomar.
Al final del día, exhausta, se metió en la cama. En su mesilla de noche estaba el teléfono. No había libros.
Un segundo antes de dormirse  volvió a acordarse de que no se había acordado, una vez más, de buscar el significado de la palabra “guayoyo”. La había leído en un cuento en el que el protagonista la leía en una novela y tampoco sabía lo que significaba. Se dijo que la buscaría en cuanto se levantara a la mañana siguiente.
Mientras se duchaba volvió a acordarse de que no se había acordado, una vez más, de buscar el significado de la palabra “guayoyo”. La había leído en un cuento en el que el protagonista la leía en una novela y tampoco sabía lo que significaba. Se dijo que la buscaría en cuanto saliera de la ducha.
Cuando salió de la ducha su hijo reclamaba no sé qué de unos calcetines y ella, mojada aún, tuvo que acudir en su ayuda, después se vistió a toda prisa y acompañó a su hijo al colegio.
En el metro, camino al trabajo, se acordó de que tenía que hacer la transferencia para pagar las extraescolares, de que su marido, una vez más, no había reparado la puerta del baño y de que no quedaban calabacines.
No se acordó de que a los veinticinco años llegaba a levantarse de la cama para consultar una duda en sus libros de gramática o para buscar cómo se escribía correctamente una palabra rusa en la que había pensado, de repente, antes de dormirse.
Se acordó de que no debía comer chocolate porque sus mulos estaban adquiriendo proporciones dantescas.
No se acordó de las noches en las que una buena novela la tenía en vela hasta que sonaba el despertador y de que leer un libro a la semana era insuficiente.
Se acordó de que su jefe le pediría aquello que tenía que haber hecho y de que no lo había hecho y de que no le importaba lo más mínimo no haberlo hecho.
No se acordó de que una vez había trabajado en algo que sí le importaba hacer.
Se acordó de que la semana siguiente tenía dentista.
No se acordó de que llevaba meses sin recibir un beso apasionado, sin escribir un relato apasionado, sin sentir una antipatía apasionada.
Se acordó de su madre. Se acordó de su abuela. Se acordó de su tía.
No se acordó de que había jurado con todas sus fuerzas no parecerse jamás a ellas.
Se acordó de tomarse los ansiolíticos.
No se acordó de por qué se los tomaba ni de cuando no se los tenía que tomar.
Al final del día, exhausta, se metió en la cama. En su mesilla de noche estaba el teléfono. No había libros.
Un segundo antes de dormirse  volvió a acordarse de que no se había acordado, una vez más, de buscar el significado de la palabra “guayoyo”. La había leído en un cuento en el que el protagonista la leía en una novela y tampoco sabía lo que significaba. Se dijo que la buscaría en cuanto se levantara a la mañana siguiente.

jueves, 5 de mayo de 2016

Cádaveres



No sé si alguien más se habrá dado cuenta de que la ciudad está llena de cadáveres. Están por todas partes, sus asesinos los tiran o los dejan caer con desidia en cualquier sitio: desde las ventanas, en los parques, en las paradas de autobús, a la entrada del metro… yo los he visto, incluso, en las puertas de los hospitales y entre los columpios de los niños.
Muchas veces son desechados aún moribundos y la gente asiste impasible al horrible espectáculo de verlos agonizar durante minutos, enrareciendo el ambiente con su aliento fétido y tóxico. Cuando los veo yo, movida por el asco y la piedad, acabo con su sufrimiento rematándolos con la punta del zapato.
Es grotesco contemplar cómo se ha normalizado esta dantesca y antihigiénica situación. Nadie parece verlo, y, aun en el caso de verlo, nadie parece reprobarlo.
Siguen siendo asesinados y abandonados donde sea por personas que, en muchos casos, son buenas personas, ciudadanos honestos, gente cívica que nunca tiraría un papel al suelo o haría nada que pudiera perjudicar a su prójimo. Excepto con ellos. Con ellos, con los cadáveres, nadie tiene el menor atisbo de compasión, pudor, o pulcritud.
Los matan y los tiran. Ni siquiera consideran estar haciendo nada malo.
Los servicios de limpieza los retiran con regularidad, pero siempre hay. Los asesinos son tantos y actúan con tanta frecuencia, que el ayuntamiento no da abasto.
Sólo una cosa me hace sonreír con maliciosa satisfacción para mis adentros: la certeza de que los cadáveres inoculan un veneno en su asesino antes de morir.
Al menos les queda el consuelo de morir matando. Matando lentamente, sí.
Pero matando.