viernes, 21 de enero de 2011

Pacto de ficción

Al leer un libro o ver una película u obra teatral, para que se produzca la comunicación entre el escritor y el lector (o el director y el espectador, que lo mismo da) hay una condición indispensable: que el lector/espectador (es decir, el receptor) acepte tácitamente que se va a "creer" lo que el escritor/director (o sea, el emisor) le va a contar. Entrecomillo el verbo creer porque tiene un matiz: esta credulidad es temporal, y sólo tiene vigencia mientras dura la trasmisión del mensaje. En Teoría de la Literatura este acuerdo tácito recibe el nombre de pacto de ficción, y constituye, por así decirlo, un contrato por obra y servicio entre emisor y receptor.

Explicado con un ejemplo práctico (los que me siguen ya saben cómo gozo yo con los ejemplos prácticos), pacto de ficción es lo que hacen los niños al jugar cuando pronuncian la antológica frase: "¿Vale que yo soy Spiderman y tú Venom (que cada uno ponga los nombres que prefiera) y peleamos?". Si uno de los niños no lo acepta les fastidia el juego a los demás. De hecho todos hemos sufrido a estos niños de nula imaginación, niños pejigueros que le sacan punta a todo y que nunca te dejan jugar a gusto. Entre los adultos no falta tampoco el que fastidia la diversión por no aceptar el pacto. La Hija de la luuunaaaa y yo juramos que nunca volveríamos a ir con Eufrasio a ver una película de miedo. Eufrasio no acepta el pacto de ficción y se pasa toda la sesión muriéndose de risa y, claro, no te deja pasar miedo a gusto, que es para lo que has ido al cine. Cuando se lo recriminamos siempre nos sale con lo mismo: "Es que eso es una tontería, vamos a ver ¿quién va a ser tan tonto para ir él solo a mirar en una cueva oscura?" Yo es que no lo puedo soportar, y eso que Eufrasio es filólogo y ha venido conmigo a las clases de Teoría de la Literatura, pero nada, no acepta el pacto de ficción.

Ya que la vida imita a la literatura, como todo el mundo sabe, también para vivirla es indispensable aceptar todos los días pactos de ficción. Si no lo hacemos hay dos desastrosas posibilidades: mirar cara a cara a la realidad desnuda y, como consecuencia, suicidarse o, lo que es mucho peor, caer en el autoengaño permanente (el triunfo de las religiones es prueba de ello)

Necesitamos los pactos de ficción constantemente y en todos los ámbitos de la vida. Nos contamos mentiras los unos a los otros sabiendo que el otro sabe que es mentira. Nos creemos esas mentiras sabiendo que el otro sabe que no nos las creemos. El hecho de levantarse cada mañana y salir al mundo requiere hacer un pacto de ficción con la propia realidad: "Me voy a creer que de verdad estoy aquí, que importa algo lo que yo haga"
El amor romántico sólo es posible aceptando el pacto de ficción, no se trata de engañar, se trata de "creernos" ciertas cosas mientras dura. Aceptamos lo que nuestro drogado cerebro nos dice: que el otro es único y maravilloso, que nunca dejaremos de sentir lo que estamos sintiendo, que a nosotros no nos pasará lo que a las demás parejas, que hacer el amor siempre será así de emocionante... Sabemos que no ocurrirá, pero, aun así, nos lo creemos.
Hay un momento terrible: el momento de meterse en la cama por las noches. Es terrible porque en ese momento todos los pactos de ficción aceptados durante el día caducan y nos encontramos cara a cara con la realidad desnuda. Esta es la razón por la que tanta gente, especialmente a medida que avanza la vida, necesita argucias para resistirlo (tomar pastillas, leer, ver la tele hasta quedarse dormido, escuchar la radio, masturbarse, o todas a la vez).
Últimamente he dado con alguien que no ha querido, o no ha podido, quizá ni siquiera lo ha entendido, aceptar el pacto de ficción. Al final no ha podido ser.
Realmente los dos queríamos lo mismo, pero, mientras yo intentaba establecer un pacto de ficción, él insistía en mostrarme la realidad desnuda. Me estropeaba nuestro pseudo romance igual que Eufrasio me estropea las películas de miedo.
No pudo ser.

miércoles, 5 de enero de 2011

Noche de Reyes

Acabo de colocar en el salón los regalos para mi hijo y me siento a escribir. Mi intención era haber escrito el primer post del año justo después de la última campanada (bueno, para ser exactos después de los besos y brindis de rigor) porque dicen los italianos que según pases la primera noche así será tu año y no se me ocurre cosa mejor para el año que empieza, y para todos los que me queden de vida, que escribir. Pero lo que hice fue quedarme dormida con mi hijo en los brazos mientras veíamos Buscando a Nemo, y la verdad es que tampoco es mala perspectiva ni para este año ni para todos los demás.
Entre unas cosas y otras hasta aquí he llegado sin ponerme a escribir el bendito post inaugural del anhelado 2011. No me parece mal hacerlo hoy, por otra parte, porque este día, el cinco de enero, es muy especial en mi vida.
Un cinco de enero, hace exactamente 100100 años, vino al mundo una tía un poco seca, con uno de los mejores culos de Madrid y más cojones que los coros del ejército ruso. Una tía que unos añitos después (pocos) tuve yo la suerte de encontrarme bajo los dominios de Sor Dolores y aquí seguimos...
Un cinco de enero, hace exactamente 110 años, le jodí yo el cumpleaños a la arriba mencionada. Y se lo jodí porque fue ese día cuando mi vida dio un triple salto mortal a raíz de una raya rosa.
Es para mí, por lo tanto, una noche mágica y trascendental, llena de significado, una noche que me ha traído a mi mejor amiga y a mi hijo, los dos mejores regalos de reyes que nadie pueda soñar.
No recuerdo cuándo descubrí el engaño de la Noche de Reyes, recuerdo un año que no lo sabía y recuerdo otro año que ya lo sabía, pero no recuerdo el cuándo y el cómo de la revelación.
Lo que sí recuerdo, y en esto estaréis de acuerdo, es haber estado años fingiendo que no lo sabía, resistiéndome a afrontar el primer y más cruel desengaño de la vida.
Hoy voy a hacer lo mismo. Voy a fingir que no lo sé. Voy a fingir que me creo que esta noche vienen los Reyes y que me traerán lo que pida. Esta noche acepto el pacto de ficción.
Por favor, queridos Reyes Magos, creo que he sido buena (o al menos no tan mala como muchos se habrían merecido), así que ahí os dejo mi lista:
1. Un poquito más de acierto a la hora de elegir hombres (el cupo de gilipollas egocéntricos ya está cubierto)
2. Unas poquitas ganas de vivir.
3. Una coraza de amianto en la que rebote la estupidez y la mediocridad de tantos (y que en esta coraza pueda meter también a mis amigos)
Y ya no os pido más, que me enseñaron a pedir como máximo tres cosas.
Eso sí, si tenéis por ahí un amigo rey (principitos azules no, por favor, que destiñen), un rey con la corona bien puesta, decidle que aquí tiene a su reina.